Me paré frente a la casa y la mirada se me trepó sola. No había forma de mirarla sin levantar la vista.
Rejas de hierro forjado, vencidas por el tiempo. Columnas que parecían no terminar nunca, como si el cielo no fuera techo suficiente. Una simetría rigurosa, como una tumba: parecía contener algo que quería salir más que proteger lo que había adentro.
El pasillo rojo chocaba contra una fuente apagada, como si el agua hubiese huido hace décadas. Donde alguna vez hubo chorros cristalinos, hoy solo quedaban costras de moho y concreto seco.
A los costados, muros altos y sucios, como si la ciudad hubiera querido tragársela y la escupió de nuevo. Las paredes gruesas, rectas, parecían contener ataúdes apilados en su interior.
Y los leones. Los benditos leones. No rugían, pero observaban. Advertían con la mirada: no crucen.
Esperamos unos minutos. Me empecé a inquietar: calor, impaciencia y esa sensación molesta de estar siendo observada.
Los inquilinos de los edificios vecinos empezaron a salir a los balcones. Nos miraban. Querían saber por qué toda esa gente estaba parada frente a esa casa, sacando fotos como turistas en su propia ciudad.
Llegó el dueño de casa. Un saludo. Abrió el portón y le seguimos.
Avanzábamos en fila, directo hacia la boca de la casa. El camino no admitía desvíos.
Los ojos se me iban solos: a los costados, al techo, al suelo, como si buscaran algo que no quería mirar. Me invadía una mezcla de entusiasmo curioso e incomodidad.
Observaba la humedad que inundaba las paredes y sentía cosquilleos en la nuca, como si el asco me tirara de los pelos y me quisiera tocar desde atrás, con dedos que no eran míos.
El señor abrió todas las puertas. Ninguna ventana. Como si quisiera que entremos, pero que nada de ahí adentro se escape.
La puerta principal era la única que daba a la calle. Las otras se conectaban entre sí como un laberinto.
Fuimos a inspirarnos para escribir. “Uno no puede escribir lo que no es”, pensé mientras recorría la casa.
Olor a humedad, a encierro, a telarañas pegadas al aire. Un polvo viejo que se respiraba más que se veía.
Había arte. Una colección inmensa. Amo el arte, pero ahí no me entraba.
Podía mirar, pero no veía.
Sacaba fotos de todo, grababa videos. Caminaba como si me persiguiera un fantasma.
Había belleza, pero no la que admiraba.
Cuadros, cientos. Relojes, miles. Techos, sillas, escritorios, pianos, globos terráqueos. Una escalera fina de mármol. Revoques sin terminar.
En el segundo piso, pintura roja salpicada en el piso, como si un cuerpo hubiera sangrado ahí. Empezaba a sospechar que el problema no era la casa.
Estaba prohibido el ingreso al tercer piso.
Miré la escalera tapada. No tuve la menor intención de subir.
Quería escapar.
Me paseaba en silencio, buscándola. La magia. ¿Dónde estaba? ¿Y si estaba… y era de las otras?
Siempre escuché que en casas así se amontona la energía, pero de la mala. Como polvo. Como bichos que no se ven.
Escuché cómo le preguntaban a Félix si vivía ahí. “No me animo”, respondió. Confirmó que la casa era inhabitable, incluso para su dueño.
Lentamente, saqué mi agua florida de la cartera, me la puse entre las manos y olí, asegurándome de limpiar lo que se me quería pegar.
Hay casas que están sucias y ya. Y hay otras casas donde la humedad no solo moja, sino que fermenta. Donde el polvo no solo cubre, sino que encierra. Donde hay demasiadas cosas viejas con demasiada historia. Y en esas casas, siempre escuché que se acumula la energía. Pero no cualquier energía: la que se pudre.
Porque la energía también se pudre. Como la comida. Como el agua estancada. Como una emoción que no se dice nunca. Y cuando se pudre, se queda pegada. A las paredes. A los objetos. A los cuerpos.
Eso que muchos llaman “presencia”, eso que más tarde puede empezar a moverse, a sonar, a aparecer como un ruido o una sombra, no nace de la nada. Se cocina despacio. Eso es lo que me da miedo. No que haya fantasmas. Sino que los fabriquemos sin querer.
La otra casa del Asterión. Así se llamaba. Inspirada en el cuento de Borges, donde un monstruo incomprendido es condenado a vivir en soledad dentro de un laberinto. Cuando recorría la casa, entendí el nombre. Era un laberinto. Y yo estaba buscando al monstruo.
Nos reunimos en la sala principal. Yo tenía la intención de agradecerle al señor Félix, sacarnos una foto grupal y volver. Ya estaba impaciente. Pero él tenía otros planes para nosotros. Agradeció que hayamos ido. Le sentí la voz un poco quebrada. Nos contó que ese lugar era su refugio. Su exilio. Y yo me preguntaba: ¿no era que no te animabas a vivir acá? No entendía. No encajaba. Seguía hablando. Explicaba el valor emocional que tenía para él la casa. Félix contó que cada vez que viaja, cada vez que va de un lugar donde fue feliz, se lleva algo. Aunque sea un pedazo de piedra. Una piedra que lo devuelve a ese instante. Todo tenía una historia. Todo tenía un porqué. Los objetos. Los relojes, esos relojes que estaban por todas partes, simbolizaban momentos en que el tiempo, para él, se había detenido. Me detuve un segundo. Bajé la cabeza. Quizás uno de esos relojes marcaba un último adiós. O un primer beso.
Los globos terráqueos lo llevaban a su infancia: a una foto escolar, de cuando era chico y posó con uno. No pude evitar sonreír, imaginándome a Félix Toranzos a los siete años. ¿Será que ese niño ya sabía que iba a dedicar su vida al arte? Me pregunté si alguien, alguna vez, habrá querido convencerlo de no hacerlo. De que por ahí no había valor.
En una pieza había una máquina de escribir antigua, apoyada sobre un escritorio. En alguna vida pasada, quién sabe. Capaz que escribía mis diarios ahí.
Los leones, esos mismos que me habían observado desde la entrada, venían de Venecia. Leones guardianes. Leones que, según la tradición veneciana, protegen las casas. Y quizás por eso, al cruzar bajo su mirada, sentí que rugían sin sonido, pero ahora entendí que me advertían que entre, pero con respeto.
Y todo el arte, todo ese arte exhibido en cada rincón, era arte que lo sostenía. Arte que lo inspiraba. Arte que, decía él, le permitía seguir creando.
Todos los objetos que estaban ahí habían pertenecido a alguien. Cada uno tenía una historia. No eran objetos que necesitaban ser limpiados. Necesitaban ser honrados por lo que eran. Por cómo estaban. No necesitaban ser arreglados. No estaban rotos. Estaban ahí, siendo lo que eran. Tenían presencia. Tenían vida. Por sobre todo, tenían sentido. No pedían que nadie los mire con prejuicio.
La casa fue un espejo, pero de esos que deforman en silencio. Entré buscando belleza. Entré buscando al monstruo. No reconocí la belleza. Pero al monstruo sí. Me miró con mis propios ojos.
La que llevó sus demonios, sus fantasmas y sus monstruos, fui yo.
Quise limpiar lo que no estaba sucio. Exorcizar lo que no estaba poseído. Salvar lo que no pedía rescate al confundir lo imperfecto con maldito.
Más que un casa maldita, había una mirada que maldecía. La otra casa del Asterion no era un lugar para purificar. Era un lugar para honrar. Para sentir. Para respetar. Para encontrar la belleza en la historia. Quizás el arte no está para ser admirado. Menos limpiado. Está para que alguien lo necesite.
Quiero volver. Haría el recorrido de forma distinta esta vez.